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Paradojas de la era digital

Sebastian Moglia columnista InformaBTL

Allá por el año 1983, en el crepúsculo del siglo XX, el filósofo francés Gilles Lipovetsky, publicaba su famosa obra “La era del vacío”. En ella, analizaba lo que en aquel momento se dio en llamar la Posmodernidad, un término que hoy día ha caído en desuso, pero que en aquel momento estaba en la boca y la pluma de cualquiera que, como él, se jactara de filósofo o pensador.

No es mi propósito aquí analizar esta obra (cuya lectura recomiendo ampliamente), sino mencionar una de las cosas que más me impactaron cuando leí el libro, y que era el concepto de las “paradojas de la posmodernidad” que el autor planteaba en él. En pocas palabras y entre muchas otras cosas, él anotaba que la época posmoderna estaba caracterizada por grandes paradojas, entre las cuales recuerdo especialmente la de que vivimos en una época de híper comunicación (computadoras, teléfonos celulares, televisores) en donde, al mismo tiempo que el ser humano está técnicamente cada vez más comunicado, cada vez está más aislado y humanamente incomunicado.

Como nota al pie, cabe aclarar que en aquella época (mediados de los 80), las posibilidades de comunicación eran muchísimo más limitadas que las que existen hoy día (ni Facebook ni Twitter ni WhatsApp existían, la penetración de teléfonos móviles era descomunalmente menor a la de hoy y el email no tenía la popularidad que más tarde tuvo) y aún así, Lipovetski hablaba de un mundo híper comunicado.

Paradojas de la era digital

En una época de híper comunicación, la gente está cada vez más incomunicada

Otra de las paradojas posmodernas que también recuerdo mencionaba, aunque no venga muy al caso para este post, era el hecho de que en su obsesión por conocerse más y más (entiéndase por esto toda la gran corriente de la cultura y la literatura de “Autoayuda”), el ser humano cada vez se conocía menos. No está necesariamente relacionada con la preponderancia de lo digital que hoy existe, pero aún hoy me sigue llamando la atención.

Pareciera como si el exceso de algo, aunque sea bueno, produjese el efecto contrario: el exceso de información confunde y atonta, el de conocimiento nos hace conscientes de la ignorancia en la que vivimos, el frío intenso, quema, algo excesivamente dulce produce la misma mueca que algo excesivamente agrio, un ruido muy fuerte, ensordece, una luz puede ser cegadora.

Paradojas de la era digital

Es cierto que bastantes años han pasado desde que Lipovetsky escribió su libro, pero ¿ha cambiado realmente algo, o más bien estas paradojas se han exacerbado y aumentado?
La foto que ilustra esta columna es de 2013 y corresponde al día de la asunción del Papa Francisco en la Plaza de San Pedro y claramente muestra la presencia que hoy día los teléfonos móviles tienen en la vida diaria de muchísima gente. Muchas empresas han aprovechado esta imagen y esta realidad para decir (sutil y elegantemente, claro): “miren, anunciantes, hoy día todo mundo tiene un teléfono móvil: si no se anuncian en ellos y nos compran publicidad, no existen”. No los culpo, es su negocio.

Pero esa es una parte de la realidad, y no es precisamente a la que me interesa referirme ahora: para mi esa imagen tiene algo de penoso, de triste: en ella veo a la gran mayoría de esa gente más pendiente de fotografiar o grabar el momento que de vivirlo. Misma sensación tuve cuando, hace ya algunos años, fui al recital de U2 en el estadio Azteca y todo mundo hacia lo mismo: filmaba con su celular el evento, más interesado en postearlo en su Facebook o Twitter que de realmente vivirlo. Más allá del maravilloso espectáculo visual que en medio de esa noche eso era para mis ojos, no dejó de darme cierta lástima el ver a  toda esa gente dejando de vivir ese instante por el sólo afán de retratarlo con sus teléfonos para, muy probablemente, presumir con sus fans y followers que estaban allí. ¿La gran paradoja de esto?: cuanto más conectados estamos a nuestros dispositivos y gadgets, más parece que nos desconectamos de la realidad, dejamos de vivirla plenamente.

cuanto más conectados estamos a nuestros dispositivos y gadgets, más parece que nos desconectamos de la realidad

Este es solo un ejemplo, pero hay muchos más: la escena de una pareja o una familia sentada en un restaurante, cada uno chateando por su lado en su celular y sin hablarse, es algo muy común de ver.

Cuidado, el autor de esta columna no pretende situarse fuera ni sobre esta realidad: en su momento he sido duramente regañado por mi pequeña hija por ver mis mails en mi celular mientras jugaba con ella y hay noches (demasiadas para mi gusto), en las que no puedo dejar de caer en la tentación de ver mi teléfono a las 4 de la mañana, mientras la única que está despierta es la noche. De ninguna manera estoy exento de este tipo de conductas, aunque haya algunas (como la de la casi japonesa manía de retratar y postear hasta el vuelo de una mosca) en las que afortunadamente aún no he caído.

Conclusión

Mi conclusión es que la tecnología es algo maravilloso, jamás pasaría por mi cabeza condenarla y rogar que volvamos a la época de las cavernas, cuando nos comunicábamos por medio de señales de humo, pero al mismo tiempo creo que la tecnología debe ser un medio para hacernos más felices, más humanos (y no lo contrario) y para hacernos la vida más fácil (cosa que muchísimas veces hace), y también opino que debe tener un límite, un límite que debemos poner nosotros: debemos tratar de evitar, como sea, que la tecnología nos vaya aislando los unos de los otros, que la comunicación cara a cara, el diálogo, el contacto directo se pierdan y la comunicación se convierta en una especie de operación mecánica y aséptica hecha con guantes de látex y que, lentamente y casi sin darnos cuenta, vayamos privándonos de vivir lo que nos rodea sin filtros de Instagram, en carne viva, plenamente. No sea cosa que la moda de la “selfie” se extienda demasiado y terminemos saliendo solos en la foto; sería una pena.

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