La Casa Blanca respiró hondo este miércoles. En un gesto que combinó pragmatismo y cálculo geopolítico, el presidente Donald Trump extendió la moratoria a los aranceles del 25% para México y Canadá bajo el paraguas del T-MEC, evitando —por ahora— una crisis comercial que habría fracturado el tratado más relevante de Norteamérica. La decisión llegó horas antes de que expirara el plazo inicial, marcando un alivio temporal para las cadenas de suministro que dependen de la circulación de productos agrícolas, autopartes y maquinaria entre los tres países. Pero detrás de este respiro yace una realidad incómoda: los aranceles siguen siendo la moneda de cambio preferida de una administración que ve en el proteccionismo no solo una herramienta económica, sino un instrumento de presión política.
El contexto no podría ser más paradójico. Trump, arquitecto de la renegociación del T-MEC en 2020, amenazó en marzo con asfixiar el mismo acuerdo que promocionó como un “triunfo histórico”. Al imponer aranceles generalizados y luego excluir a México y Canadá de forma temporal, el mandatario estadounidense reveló una estrategia dual: preservar los lazos comerciales esenciales (Estados Unidos exporta más de $600 mil millones anuales a sus vecinos) mientras mantiene abierta la puerta para futuras demandas, como el control migratorio o la lucha contra el fentanilo. No es coincidencia que, paralelamente, el 2 de abril fuera declarado “Día de la Liberación Económica”, con aranceles de hasta el 60% para 60 países, desde China hasta miembros de la UE. México y Canadá, sin embargo, quedaron fuera de esta lista. La excepción, lejos de ser un gesto de buena voluntad, refleja una dependencia mutua demasiado costosa de romper.
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— The White House (@WhiteHouse) April 2, 2025
Los mercados celebraron con moderación. El peso mexicano, termómetro sensible de las tensiones bilaterales, se apreció un 0.8%, cerrando en $20.30 por dólar. Para una economía donde el 80% de las exportaciones tienen como destino Estados Unidos, la estabilidad del T-MEC es un salvavidas. Pero la calma es precaria. Analistas advierten que la amenaza de aranceles migratorios —actualmente en 5% para ciertos productos mexicanos— sigue latente, y que la retórica de Trump ha normalizado un escenario donde los tratados comerciales son rehenes de agendas domésticas. “Esto no es una solución, sino una pausa estratégica. La incertidumbre sigue siendo la norma”, subraya Gabriela Siller, directora de análisis de Banco Base.
El verdadero desafío, sin embargo, yace en el futuro inmediato. El T-MEC, diseñado para ser un marco estable, enfrenta tensiones no resueltas: disputas sobre reglas de origen en la industria automotriz, quejas de Estados Unidos y Canadá sobre políticas energéticas mexicanas, y la sombra de posibles sanciones unilaterales. Luis de la Calle, exnegociador comercial mexicano, lo resume con crudeza: “El tratado ya no es un escudo, sino un campo de batalla donde cada cláusula se discute bajo la amenaza de aranceles”.
En este juego de poder asimétrico, México y Canadá caminan sobre un hielo delgado. La prórroga de Trump evita el colapso, pero no garantiza la cooperación. Mientras el peso baila al ritmo de los titulares, las empresas ajustan sus estrategias: diversifican proveedores, acumulan inventarios y preparan planes de contingencia. La lección es clara: en la era de Trump, ni los tratados más sólidos están libres de convertirse en fichas negociadoras. El T-MEC sobrevive, pero su resiliencia dependerá de algo más esquivo que una prórroga: la capacidad de convertir esta tregua en un diálogo genuino, donde el comercio no sea un arma, sino un puente.
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