Uno de los riesgos inherentes del mundo digital que nos toca vivir es, precisamente, su calidad de virtual en tanto inconfirmable de manera inmediata; es un acto de fe. No puedo estar seguro de que la transferencia que realizo sea efectuada, tampoco que la señorita a la que sigo en Tinder sea mujer o que mi servicio financiero no comparte información personal con otras entidades comerciales.
¿Por qué es más importante que nunca nuestra información? Porque esos datos, combinados por medio de algoritmos, ofrecen a las marcas comerciales la posibilidad de encontrarnos donde nos gusta estar, ofrecernos lo que solemos comprar y, en el mejor de los casos, seducirnos con una narrativa que queremos ver y escuchar.
Twitter es una plataforma inexistente (tiene oficinas, pero son únicamente administrativas) en la que sigo a cuentas que aparentemente existen… hasta que me percato de que una de ellas repite todos los días sospechosamente el mismo mensaje; que otras cinco postean exactamente lo mismo al mismo tiempo… y que la chica que sigo en Tinder, en realidad se llama Manolo y es un estibador en Galicia, España.
Pero lo verdaderamente peligroso de la virtualidad digital es que abre el portal a innumerables delitos de toda índole, desde la suplantación de personalidad con fines fraudulentos, hasta el “enganche” de posteriores víctimas de trata de blancas, pasando por el phising –robo de datos bancarios-, doxing revelación de datos personales-, hacking, que es la invasión a nuestros equipos digitales, o bien, Phreaking -uso no autorizado de una línea telefónica ajena para llamadas de larga distancia-.
Finalizo con el extremo de lo virtual: Criptomonedas, que son monedas inexistentes manejadas por un ejecutibot inexistente en un banco inexistente con oficinas inexistentes, lo único constante y sonante es el dinero que inviertes. ¿Ven porqué dije que era el mundo digital un evento de fe?
Me voy, quede de ver a Manolo en Tinder.
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